miércoles, 24 de octubre de 2012

POCOYÓ: UN EJEMPLO DE EDUCACIÓN EN UNA SOCIEDAD QUE SE EMPEÑA EN NEGAR LA MUERTE

"Pocoyó" es una de las pocas series que existen destinadas a la primera infancia, destacando por su original planteamiento y la calidad de sus argumentos. Veamos el siguiente capítulo de la segunda temporada de "Pocoyó" (pinchar enlace):


¿A quién no se le ha encogido el corazón en el momento en que se le escapa el globo? Lo más asombroso es que en apenas 7 minutos, el capítulo nos regala un ejemplo más que notable de cómo aproximar a los niños a la realidad de la pérdida. Pero, ¿debemos acercar a los niños a algo tan duro como el dolor y la muerte? Empecemos explicando brevemente el proceso que se da ante una pérdida.

En la actualidad, casi la totalidad de los profesionales de la psicología estamos de acuerdo en que toda pérdida significativa en nuestras vidas implica un proceso de duelo más o menos acentuado (Altet y Boatas, 2000), entendido éste como un proceso normal, necesario, esperable y adaptativo para continuar viviendo tras haber perdido aquello que era importante para nosotros (Gómez, 1998). Esto implica que pasamos por un duelo, no solamente cuando fallece un ser querido, sino también ante otras pérdidas significativas tales como la ruptura de una relación de pareja (Lindemann, 1944; Vogel y Peterson, 1991), la pérdida de un estatus social (Altet y Boatas, 2000), un aborto espontáneo (Hall, Emery, Davies, Parker y Craig, 1987), el descubrimiento de la propia esterilidad (Martínez, 2002), la pérdida de un miembro corporal (Lillo, 2001) o, en otra escala, ver cómo se escapa un precioso globo rojo. Por tanto, la reacción que origina toda pérdida significativa para la persona, es concebida como duelo dado que provoca manifestaciones psicológicas similares.

De acuerdo con Worden (1997), el doliente ha de elaborar cuatro "tareas de duelo", esto es, un proceso de afrontamiento y recuperación dividido en cuatro partes (aclarar que cada una de ellas suele durar meses, salvo quizá la primera, que tiende a ser más rápida):
  1. Aceptar la realidad de la pérdida. Toda muerte genera cierta sensación de que no es verdad; se produce entonces la negación de los hechos. Worden explica: "La primera tarea del duelo es afrontar plenamente la realidad de que la persona está muerta, que se ha marchado y no volverá. Parte de esta aceptación consiste en aceptar que el reencuentro es imposible, al menos en esta vida" (Worden, 1997, p. 27).
  2. Trabajar las emociones y el dolor de la pérdida. El dolor por la pérdida incluye el dolor emocional y el dolor físico literal que sufren muchas personas en duelo. "Es necesario reconocer y trabajar este dolor, o éste se manifestará mediante otros síntomas u otras formas de conducta disfuncional" (Worden, 1997, p. 30).
  3. Adaptarse a un medio en el que el fallecido está ausente. El doliente se enfrenta a la tarea de reconstruir de nuevo su vida cotidiana prescindiendo de su ser perdido. "Adaptarse a un nuevo medio significa cosas diferentes para personas diferentes, dependiendo de cómo era la relación con el difunto y de los distintos roles que desempeñaba" (Worden, 1997, p.32).
  4. Recolocar emocionalmente al fallecido y continuar viviendo. Nunca se pierden los recuerdos de una relación significativa, ni es sano intentarlo. Esta tarea no consiste, por tanto, en renunciar al fallecido, sino en "encontrar un lugar adecuado para él en la vida emocional de la persona, un lugar que le permita continuar viviendo de manera eficaz en el mundo" (Worden, 1997, p. 35) y establecer nuevas relaciones con otras personas, sin necesidad de olvidarle.

Lo más curioso del modelo de Worden —y lo que nos permite enlazar con nuestro amigo Pocoyó— es que prácticamente la totalidad de los expertos que han escrito sobre la pérdida, tanto anteriores como posteriores a Worden, coinciden con él en la mayor parte del proceso y, sobre todo, comparten la importancia capital de la aceptación de la pérdida para seguir adelante. No en vano, la negación de la misma suele conducir a la prolongación del duelo hasta incurrir en lo patológico.

A este respecto, Pepe Rodríguez (2002) es muy directo cuando decide iniciar su popular libro "Morir es nada" con las siguientes palabras: "Yo moriré. Y tú, que ahora estás leyendo estas líneas, también." (p. 7). El mensaje no puede ser más claro: debemos reconocer que vamos a morir, que yo voy a morir, que tú vas a morir. En esta línea, Irvin Yalom (1984) defiende reiterativamente que no es posible vivir plenamente si no se enfrenta la idea de la propia extinción. Empleando sus propios términos, "aprender a vivir bien es aprender a morir bien, y viceversa" (p. 48). Así, una de las ideas más representativas de este autor reside en la convicción de que la reflexión acerca del óbito permite el enriquecimiento de la existencia, dotándola de un verdadero sentido.

La muerte es y ha sido siempre uno de los temas más recurrentes en todo tipo de manifestaciones culturales, desde las danzas tribales hasta el cine o el teatro, pasando por infinidad de rituales religiosos, textos sagrados, novelas, poesías, construcciones funerarias, obras pictóricas, esculturas, etc. La mayoría de las sociedades han sabido tener la muerte muy presente en el devenir de sus vidas a través de sus tradiciones, asunto éste que se está abandonando alarmantemente en la sociedad occidental globalizada.

En la actualidad, las sociedades económicamente más desarrolladas parecen querer apartar de su vista la "idea de muerte"—empleando la terminología de Yalom— en favor de una suerte de obsesión por la eterna juventud, poderosamente asociada al éxito. Lo más injusto que se deriva de esta situación es, en mi opinión, la visión opuesta del envejecimiento y la muerte como fracaso de la vida.

La ciencia —o una parte de la misma— ha tomado el relevo al mito y la religión en la continua lucha por encontrar la fuente de la eterna juventud. En los últimos años, se ha disparado de forma abrumadora tanto la oferta como la demanda de productos que persiguen esa meta: injertos pilosos, champús anticaída, miles de cremas antiarrugas, tintes para cubrir las canas, cirugía estética disponible prácticamente para el cien por cien de la superficie corporal, inyecciones de botox... Todo ello orientado al mantenimiento de un aspecto eternamente joven, lo que en última instancia se traduce en una huída despavorida del envejecimiento, que nos acerca sin remedio al ocaso —para muchos, fracaso— de toda vida.

Esta gran nube de evitación global de la muerte, como era de esperar, no podía quedar impune. Mientras que la mayor parte de las culturas "primitivas" viven la muerte sin complicaciones más allá de la añoranza y el dolor razonable por la pérdida (Freud, 1912; Irish, Lundquist y Nelsen, 1993; Rimpoché, 2006), en nuestra sociedad hay duelos que se alargan hasta el infinito, y las manifestaciones de dolor se convierten en síntomas psicopatológicos que interfieren en la vida cotidiana de las personas. En efecto, cada vez es más alto el porcentaje de personas que solicitan ayuda profesional para elaborar el proceso de duelo. Ello sin contabilizar el elevado número de clientes que acuden al psicólogo con explicaciones vagas o incoherentes de lo que les ocurre, desvelándose en las primeras sesiones de terapia que de fondo existe un duelo no resuelto.

En definitiva, estamos inmersos en un sistema social que nos educa en el miedo extremo a la muerte y nos conmina a su negación, esto es, la reacción opuesta a lo que ha demostrado ser más saludable. Así, en lugar de enriquecer nuestras vidas aceptando el hecho de morir, nos empobrecemos cada vez más, construyendo una existencia poblada de temores, estrés, ansiedad y, en consecuencia, la búsqueda de drogas (psicofármacos) que nos adormezcan, pues cada vez nos resulta más difícil afrontar lo que desde el principio no aceptamos, o no nos dejaron aceptar.

Existe tal cantidad de datos que demuestran cómo las personas empiezan a apreciar plenamente la vida tras enfrentarse, por ejemplo, a un cáncer (Kübler-Ross, 1993), que muchos nos preguntamos: ¿tenemos que esperar a vivir ese trance para aprovechar al máximo nuestros días? Y, sobre todo, ¿cómo podríamos alcanzar ese nivel de crecimiento personal sin esperar a que la muerte nos visite, ya sea directamente a nosotros (enfermedad terminal) o indirectamente al llevarse a un ser querido? La respuesta ya la postuló Yalom hace casi treinta años: prevención.

Tenemos que aprender a aceptar la muerte, según Yalom —y otros muchos autores—, como una parte más de la vida, de tal modo que "aprender a vivir bien es aprender a morir bien, y viceversa" (Yalom, 1984, p. 48). El mejor medio a nuestro alcance en este camino es la educación, desde que somos niños. Quizá algún lector se escandalice: ¿cómo vamos a hablar de la muerte a los niños?, ¿cómo explicarles lo terrible que es morir si ellos sólo piensan en jugar y divertirse? Muy probablemente, ese lector está sufriendo los efectos de su propio temor hacia la muerte, impuesto desde muy temprana edad y consolidado en la adolescencia.

Los niños quieren saber. Su curiosidad innata les impulsa a preguntar acerca de todo lo nuevo que van descubriendo sus ojos, y es nuestro deber como adultos darles respuesta, ajustando nuestra explicación, claro está, a la medida de sus capacidades. Los niños alcanzan la comprensión de que la muerte es irreversible y universal a partir de los 9-10 años, pero sus dudas e inquietudes al respecto son mucho más tempranas.

Tratar el tema de la muerte con los niños siempre resulta complicado, incluso para numerosos profesionales; pero dar respuesta a las preocupaciones de los pequeños es el único modo de ayudarles en su adecuado desarrollo. Pensemos que esas preocupaciones no van a desaparecer porque les digamos "no pienses en eso" o "no te preocupes". La inquietud del niño seguirá existiendo, mas no se atreverá a exteriorizarla; la confinará en su mente, su imaginación la multiplicará y con el tiempo se convertirá en terror. De ahí a la negación, hay un paso.

En conclusión, es necesario tratar con los niños su preocupación por la muerte, especialmente cuando ellos mismos lo preguntan: no podemos desatender esa demanda. El modo de hacerlo es variable según la edad, la madurez del niño, etc., pero siempre implica, ciñéndonos a sus preguntas, presentar la muerte como una parte más de la vida que a todos nos llega algún día, animando al pequeño a contar con nosotros siempre que tenga alguna duda o preocupación sobre el tema, y garantizándole que, si ocurre cerca de su entorno, no estará solo para superarlo. En aras de la prevención, es recomendable empezar a aproximar a los niños a la realidad de la pérdida desde los primeros años de vida, y es aquí donde encontramos mayores dificultades. En este punto, Pocoyó nos presta una ayuda inmensa en el capítulo que hemos visto: precisamente ésa es la manera de educar, ayudando al niño a comprender que "algunas cosas, como los globos, no vuelven, y no se puede hacer nada". Pero, como dice el narrador, eso no impide que el niño pueda seguir jugando con sus amigos, yendo al cole, viendo cuentos con sus padres... Es decir, viviendo plenamente, con la ventaja añadida de saber que es muy importante disfrutar de las cosas que tenemos, porque es posible que algún día las perdamos.
EXTRAÍDO DE:
(24/10/21012)

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